Historieando
La niña lluvia
Desde
que extravío pelo me acaecen elementos asaz rarunos.
El
otro día troto al banco y me dice el fiscal:
—Con
la venia, cuarto y mitad para el coto privado de caza.
Yo,
pasmado y empayasado, decido abrirme camino con mi kayak hasta mi siguiente rupestre.
Pero, mientras mis músculos prosperan a golpe de estado, pedaleo casi sin dormitar
antes de encumbrar el quinto elemento, donde el asfalto ya no crece ni multa ni
permuta. Era el momento exacto y primigenio de aclimatar todos mis papeles, así
que pedí ayuda a un submarinista cojo que conocí siguiendo sus huellas. ¡Oh,
qué época aquella en la que los políticos dejaban huella! ¡Los aquelarres de
antes sí eran aquelarres!
Venerando
tierras salvajes fui a parar al hogar del mecánico para que me cambiara el
aceite.
—¿Puedo
cambiarle el aceite mientras escruta mis paredes?
Le
respondí que sí y solo si tenía el B1 de chulapo de barra fija. Me trajo 2
cubatas mal ordeñados y desfiló ante mí, ebrio de hebras de azafrán y otros
objetos como leones y pingüinos dorados al sol. Al son de mi burbuja dupliqué
la pantalla, pero no logré que saliera queso. El queso es bastante difícil de
desatascar. No lo hagan en casa ni en las paredes más recientes. Es una
exhortación.
Los
límites de mis meninges se atrofiaban a mi entorno. ¡Nunca supe encender al
camarero!, así que le pedí el menú y la cuenta. Más que nada, todo. Cuando
llegó a mi mesa me ofreció una tarjeta de crédito, así, por la boca, por la
calle, sin metro ni nada, vino de golpe, Ribera, creo. Sentí aquello que
enfría, no recuerdo ahora mismo su inválido nombre, pero seguro que estaba
allí, acechándome mientras yo policiaba con todos detenidos. A lo mejor ya
habían tenido sobresaliente. Les dije:
—¡Deténganse!
Registré
sus escandalosos agujeros del pantalón violáceo, hurgando cada herida hasta
supurar conciencia. Era todo bastante férreo y afectado, como una nube
plantular o algo como ello. Estaba todo museado, rezumaba un estilo perturbador
y glosario, distinguiendo golfos y cabos, mares y océanos, centenas y centenos.
Os aseguro que habría estrangulado su ociosidad si, en un momento prestado,
hubiera necesitado su presencia o, como querría decir después, su esencia.
Las
marcas aseguraban que podría haber primarias y, destapando el Nobel, pudimos
viajar por navidades esbeltas, diseñadas por carteristas y ogros de sofá y
puro, también café, un café lynchiano, ese que se babea además de sorberlo. Su
cara se heredó de unos a otros, sobre todo en los domesticados. Savia de ti y
de mí, que se desbordó durante años en canales espesos y metálicos. Ellos no lo
saven, pero suponía varias semanas de arduas vacaciones gratuitas, aunque las
pagaran de antemano, no sé si como las facturas duras y enaguadas.
Su
madre telefoneó un rato:
—5 y
4.
Y
esperó durante 5 años la llamada. Nunca llegó. Internet no estaba en el mercado
abatible. Los cerezos en flor eran machacados en Mordor por su color. El color
a queso a veces lo es todo. El barco era lo típico y yo eso no lo quería hacer.
Me iba a Noruega en diciembre y ya no quería poner más. El censo era el máximo
responsable y no quería poner más.
Mi
kayak se estropeó antes de enviar nombre a Oslo, a la que yo mismo bauticé
épicamente. Y, sin que el desdichado trajee su traje, balconamos instintos y
entumecimientos baratos, a veces ayeres.
—¿Dijiste
a?
—No,
pero todavía sí.
Eso
fue nada, ilustre destinatario. No compartí chasquidos sino congelaciones
barias.
Y
solo una flor me enseñó a pescar.
Una flor...
Uffff!
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