domingo, 4 de diciembre de 2016

Historieando


Historieando
La niña lluvia

Desde que extravío pelo me acaecen elementos asaz rarunos.
El otro día troto al banco y me dice el fiscal:
—Con la venia, cuarto y mitad para el coto privado de caza.
Yo, pasmado y empayasado, decido abrirme camino con mi kayak hasta mi siguiente rupestre. Pero, mientras mis músculos prosperan a golpe de estado, pedaleo casi sin dormitar antes de encumbrar el quinto elemento, donde el asfalto ya no crece ni multa ni permuta. Era el momento exacto y primigenio de aclimatar todos mis papeles, así que pedí ayuda a un submarinista cojo que conocí siguiendo sus huellas. ¡Oh, qué época aquella en la que los políticos dejaban huella! ¡Los aquelarres de antes sí eran aquelarres!
Venerando tierras salvajes fui a parar al hogar del mecánico para que me cambiara el aceite.
—¿Puedo cambiarle el aceite mientras escruta mis paredes?
Le respondí que sí y solo si tenía el B1 de chulapo de barra fija. Me trajo 2 cubatas mal ordeñados y desfiló ante mí, ebrio de hebras de azafrán y otros objetos como leones y pingüinos dorados al sol. Al son de mi burbuja dupliqué la pantalla, pero no logré que saliera queso. El queso es bastante difícil de desatascar. No lo hagan en casa ni en las paredes más recientes. Es una exhortación.
Los límites de mis meninges se atrofiaban a mi entorno. ¡Nunca supe encender al camarero!, así que le pedí el menú y la cuenta. Más que nada, todo. Cuando llegó a mi mesa me ofreció una tarjeta de crédito, así, por la boca, por la calle, sin metro ni nada, vino de golpe, Ribera, creo. Sentí aquello que enfría, no recuerdo ahora mismo su inválido nombre, pero seguro que estaba allí, acechándome mientras yo policiaba con todos detenidos. A lo mejor ya habían tenido sobresaliente. Les dije:
—¡Deténganse!
Registré sus escandalosos agujeros del pantalón violáceo, hurgando cada herida hasta supurar conciencia. Era todo bastante férreo y afectado, como una nube plantular o algo como ello. Estaba todo museado, rezumaba un estilo perturbador y glosario, distinguiendo golfos y cabos, mares y océanos, centenas y centenos. Os aseguro que habría estrangulado su ociosidad si, en un momento prestado, hubiera necesitado su presencia o, como querría decir después, su esencia.
Las marcas aseguraban que podría haber primarias y, destapando el Nobel, pudimos viajar por navidades esbeltas, diseñadas por carteristas y ogros de sofá y puro, también café, un café lynchiano, ese que se babea además de sorberlo. Su cara se heredó de unos a otros, sobre todo en los domesticados. Savia de ti y de mí, que se desbordó durante años en canales espesos y metálicos. Ellos no lo saven, pero suponía varias semanas de arduas vacaciones gratuitas, aunque las pagaran de antemano, no sé si como las facturas duras y enaguadas.
Su madre telefoneó un rato:
—5 y 4.
Y esperó durante 5 años la llamada. Nunca llegó. Internet no estaba en el mercado abatible. Los cerezos en flor eran machacados en Mordor por su color. El color a queso a veces lo es todo. El barco era lo típico y yo eso no lo quería hacer. Me iba a Noruega en diciembre y ya no quería poner más. El censo era el máximo responsable y no quería poner más.
Mi kayak se estropeó antes de enviar nombre a Oslo, a la que yo mismo bauticé épicamente. Y, sin que el desdichado trajee su traje, balconamos instintos y entumecimientos baratos, a veces ayeres.
—¿Dijiste a?
—No, pero todavía sí.
Eso fue nada, ilustre destinatario. No compartí chasquidos sino congelaciones barias.
Y solo una flor me enseñó a pescar.
Una flor...

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