La amenaza
del otro
El niño cielo
Sonó
el timbre a eso de las 9:15.
—Soy
el del currículum.
—¿Cómo?
—Eh…
¿Es ahí donde están haciendo la obra? Es que hablé ayer por el interfono con el
jefe y me dijo que podía traer el currículum aquí.
—Ah.
Pues sube.
Abrí
la puerta. Vi cómo bajaba el ascensor lleno de sueños y lucecitas. Oí cómo se
abrían las puertas allí abajo. El hombre dio un paso para entrar en él y no
pudo dejar de respirar el olor a obra. Sus ojos miraban el suelo sucio de
polvo, con la madera y los cartones que tantas veces había colocado otrora.
Sentía como si entrara él de verdad, como cada mañana, en la casa de un extraño
en donde picar y picar hasta quedarse sordo. Pensaba que esa era otra
oportunidad que Dios le daba, y le pedía que se hiciera realidad, cerrando los
ojos y apretando el botón número 2. Su pecho se hinchó para soltar la última
expiración, como el que va a un combate, a un torneo, a una plaza, a un
campeonato en el que se lo juega todo. ¿Me va a preguntar? ¿Le explico yo antes
de que me diga… «Ya te diré algo»? Al pronunciar esas palabras en su cabeza le
dio un golpe de ansiedad. Soltó aire. El ascensor subía. Yo estoy dispuesto a
todo, pensaba, se automotivaba.
El
ascensor llegó a mi planta. Se abrieron las puertas. No le había visto nunca.
—¡Hola!
Mientras
sonreía me ofrecía su currículum desnudo, en una sencilla hoja, mirándome a los
ojos. Lo cogí.
—Vale,
se lo doy a José en cuanto lo vea.
Apenas
un segundo y su rostro mudó levemente, se entristeció; pero era una tristeza
tímida, retraída, casi imperceptible. Él no imaginaba que yo sí la había
captado. Tragó saliva. Me había entregado su tesoro y ¿quién era yo? ¿A quién
le acababa de entregar su oportunidad? El otro, el jefe, le dijo que lo trajera
aquí, pero no era yo.
—¿No
está el jefe?
Ya
sabía que no, yo se lo acababa de decir. Realmente quería preguntar «¿Está el
jefe? ¿Puedo dárselo yo?».
—No,
él no está. Yo soy el dueño del piso. Él está haciendo la obra aquí. Pero yo se
lo doy en cuanto llegue. No te preocupes.
Cómo
no se iba a preocupar. Yo soy un desconocido. Otro. Y me había dado su tesoro.
—Pero
él me dijo que lo trajera aquí…
Era
inseguridad. Creo que quería decir «¿Puedo esperarme hasta que venga?».
—Sí,
es que José vive aquí, o sea, arriba, en el tercero. Supongo que sabría que se
lo daríamos. Él habrá salido pero baja de vez en cuando a ver cómo va este
jaleo. Tú no te preocupes que yo se lo doy.
En
ese momento se asomó el albañil de mi obra a coger unas herramientas. Había
escuchado la conversación; estaba trabajando en la pared contigua. Era como la
llegada al saloon del sheriff, Robert
Mitchum, en El Dorado. Se miraron un
segundo. Se accionaron los gatillos. Ese también era el otro. Ese era el que
estaba trabajando. El otro. Y para mi albañil este también era otro. El otro. Y
el jefe no está.
El
pianista dejó de tocar.
Desconfiaba.
Veía su tesoro en la basura.
—Bueno,
es que me dijo que sí le interesaba…, es que yo le dije así por encima lo que
había hecho…, y… Yo puedo venir cuando sea.
Miraba
su currículum en mi mano. Me hablaba a mí con la necesidad de marcharse habiendo
hecho todo lo posible, a pesar de no saber dónde acabaría su tesoro.
—Cuando
sea. Ahora, en agosto, septiembre. Que a mí no me importa…
Lo
decía con entusiasmo.
—Mira.
Yo se lo voy a transmitir igual que tú me lo has dicho. Igual.
Sonreí
para darle confianza.
—¿Tienes
su teléfono? —osó.
Evidentemente
mi sonrisa y mis palabras no habían dado resultado. Ahora mismo solo hablar con
el jefe podría devolverle a un estado de seguridad y consonancia con lo que
había venido a hacer. Quería salir del piso con algo. Y no lo conseguía. Su
duda crecía, pero seguía sonriendo para demostrar positividad, confianza,
entereza. La desconfianza no la transmitía su cuerpo sino sus palabras. Por una
vez no le traicionaban sus instintos sino la razón.
—Bueno,
sí lo tengo pero no te lo puedo dar.
¡Zas!
Nuevo golpe.
—Ya.
Lo entiendo. No pasa nada.
Volvió
a mirar su currículum en mi mano. Quería despedirse de él. Era todo lo que me
dejaba. Me dejaba parte de su futuro, una esperanza, el pan de sus hijos, la
luz de su casa. Yo solo podía sonreírle y atenderle.
—Gracias,
eh —se despidió.