jueves, 18 de junio de 2015

Muerte por Tipp-Ex


Muerte por Tipp-Ex
Espe Or

No es el nombre de un postre para académicos. Es lo que me ha pasado. Sí, he muerto por Tipp-Ex. No es una muerte física , por supuesto —esto no es una novela de ficción o un corto rollo Mirindas asesinas—. Es una muerte anímica, del ánima, de mi alma.
¿Qué profundo?, dirá uno. ¿Qué hiperbólico?, el otro. ¿Qué profundamente idiota e hiperbólico? Bueno, un poco de todo. La genialidad queda reservada a historias mayúsculas como la de El milagro de P. Tinto y aquel entrañable personaje que llevaba una bombona de butano a cuestas en su devenir heroico y trágico.
La voz de Nietzsche liberó al hombre de la culpa —esta frase resume mucho, pero espero que se entienda: él mata a Dios y con ello aniquila también todo sentimiento de culpa que nos impone un ser superior—. Y años después su eco resuena por lo sencillo y egoísta que parece todo, ya que, arrancada la culpa de nosotros mismos, no hay límites ni herida ni cicatriz; da igual lo que haga éticamente porque no me voy a sentir culpable.
Dicho de otro modo: ¿por qué el machismo sigue vivo? Porque es sumamente cómodo. Facilísimo. No muchos hombre van a luchar contra él, o sea, contra algo tan beneficioso para los hombres… Con la culpa pasa algo parecido. Si te sientes culpable, ello nos genera malestar. Nosotros  podemos calmar ese malestar a la antigua usanza, esto es, abriendo un periodo de reflexión, sentir que realmente hemos hecho algo mal, pedir disculpas y solucionarlo o corregirlo si está en nuestras manos. Pero el Ego dificulta el reconocimiento del error, y el esfuerzo dificulta ponerle solución al error —cultura del antiesfuerzo en la que vivimos—, ya que, según el Principio de economía que gobierna nuestra vida, es un gasto corregir conductas, retomar responsabilidades, encaminar mis pasos... Así que la otra forma de calmar el malestar es la liberación de la culpa, o búsqueda de culpables que no son Yo. Es decir, sé que está mal tirarle una piedra a mi compañero pero él lo hizo antes conmigo —busco autojustificación: lo hice por/a causa de esto, no fue mi culpa—. Me libero: ya no me siento mal, no reflexiono, no he de disculparme ni he de solucionar nada. Económico. Facilísimo. ¿O no?
En los últimos 50 años, más o menos, la Psicología ha descubierto y profundizado en un concepto hijo de esto que estamos hablando: disonancia cognitiva. Por si alguien quiere profundizar.
Volvamos a la cicatriz, ese límite o marca que nos impone la culpa. La cicatriz  no es solo un elemento narcisista que da cuenta de nuestras aventuras y desventuras épicas y que permite a los neandertales alfa competir entre ellos, sino que actúa como un registro de acontecimientos dolorosos, y nos ayuda a recordar. La cicatriz puede ser física y también psicológica (los traumas). La cicatriz es un presente, te actualiza, te trae. Puede que esa actualización dure unos segundos solamente, pero son unos segundos que además se van a repetir porque una cicatriz no se borra, no se corrige, no se elimina y la volveré a ver. Podemos pensar en la espina que nos ha rajado la mano al ir a coger una rosa, el corte en la mano con el cuchillo jamonero al colocarla delante de él, la sensación de vértigo o temor que aparece al acercarnos demasiado a un coche porque antes ya nos golpeamos así, la vez que fuimos a una gran ciudad y nos robaron la cartera en la zona turística porque llevábamos el bolso medio abierto.
Esa es la grandeza de la cicatriz: nos recuerda que, si repetimos una acción, nos puede doler; y, a menos que sea uno masoca o psicótico extremo, no se va a repetir.
Pero es necesaria la cicatriz. Porque si no hay cicatriz no recordaré nada y volveré a cometer el error, del cual me volveré a liberar y a culpar a otros y nunca aprenderé.
—Me han puesto una multa que te cagas. 300 euros.
—Y ¿eso?
—Ná. Iba a 90 en un tramo de 50. Pero había luz y era ancho. Los cabrones se han puesto ahí para pillar, ¡para pillar!
¿Os suena? Sí. Ciertamente, se han puesto para pillar. Pero tú ibas a 90 y solo tú eres culpable de esa acción.
Los celos enfermizos pueden alejarte de parejas que podrían haber sido la persona de tu vida. Pero, claro, quizá justifiques tus celos con que ella “vestía como una hjggk.”
El cúmulo de errores que comete Hitler en las campañas de invierno en Rusia, teniendo en cuenta además que no era militar, le conduce a su fin. Pero, claro, era el Líder.
Son algunos ejemplos un tanto variopintos. Dejo que cada uno piense en otros.
La cuestión de fondo es la educación. Es la única que puede conseguir minimizar los errores, enseñándonos primeramente a asumirlos y a no volver a repetirlos. Por ejemplo, Hitler debió de conocer lo que le pasó a Napoleón unos años antes al intentar conquistar aquella tierra nevada del Este. Sin embargo, Hitler no tenía cicatriz, él no había vivido el fracaso del otro. Comete el mismo error que Napoleón. El ego de Hitler le ciega una y otra vez.
Solo una educación adecuada nos enseña a no errar o a errar y aprender. Solo una educación que contemple los valores y la psicología del educando (actitudes, empatía, asertividad, equilibrio en autoestima, conocimiento de los otros, etc.). Una educación que equilibradamente me deje una cicatriz cuando yerre. Una educación que no tape las cicatrices que manifiestan nuestra imperfección. Una educación que no use, por ejemplo, Tipp-Ex.

domingo, 7 de junio de 2015

Perros y amos: la vida misma


Perros y amos: la vida misma
Eva Tacazo

Una tarde estival de primavera otoñal, caminábamos mi pareja y yo con mi hija por un parque con la firme intención de darle la merienda a la niña. Mi hija no caminaba. Tiene un año.
—Mira, en ese banco hay sombra.
Sacamos todos los cachivaches modernos que un mundo dichoso, ufano y bienaventurado ha creado para el cuidado de los infantes.
—Traga, cariño.
—¿Le vas a dar también un yogur?
La mitad de la comida tenía ya la niña en su cuerpo dichoso, ufano y bienaventurado cuando, por arte de humano, aparecen 2 perros a nuestro alrededor. Los vi venir del bungaló de ahí al lado. El uno no alzaba más de tres palmos, y era de esos que dan botecitos sordos y virtuosos con habilidad pasmosa; el otro llegaba a los 4 palmos, más pesado y vigoroso.
Tuve perro hace unos 20 años. Lo conocía. Los demás no.
—Y ¿estos aquí solos?
—No sé… Saldrá ahora.
—Pues de ahí no sale nadie.
No tengo por costumbre conocer las costumbres de los canes, pues hasta ahora me interesan más las de los humanos, así que desconozco —y que el dios de los perros me perdone— si un perro es bondadoso o malevoloso. Así que, después de ver que tras unos minutos el uno brincaba al banco y se acercaba interesado a mi mujer, mi comida y mi niña —desconozco el interés, pero lo reconocí interesado—, decido acercarme a la vivienda liberal, progresista y renovadora, y solicitar a su dueño —¡qué palabro, otra vez!— que les requiriera con una voz familiar.
Pi.
Pi.
Se asoma al fin la desconocida y no por ello solitaria dama de ultratumba y con delicadeza o vehemente torpeza —no estoy seguro— me espeta un alargado ¿siiiiiiii?
Educado y sin rifle a mano:
—Disculpe, estoy con mi familia y sus perros revolotean solos, ¿podría llamarlos o ponerles el collar?
—Siiiiiii.
La señora se arrastraba delicada o torpe mientras yo volvía dichoso, ufano y bienaventurado al lado de mi familia por si necesitaban de mí.
—Ya viene.
La señora, no menos ufana y sonriente, apoya sus brazos en caderas, imagínese en jarra, y suelta un generoso y desconcertante “¿¡Qué!?”, a modo de “¿¡Qué tal por aquí!?”.
—Bueno, como le decía, ¿puede alejar a los perros, por favor?
—No hacen nada, son muy buenos —mientras seguían revoloteando con su rabo.
—A mí no me importa cómo son. Solo quiero que se los lleve o los ate. Se lo estoy pidiendo con mucha educación.
—Bueno, este parque es de todos —sonríe casquivana, como si fuera la frase que cierra un curso de cinco días de Filosofía.
—Exacto, y de las personas antes que de los perros, creo yo. Así que se lo vuelvo a pedir. ¡Déjenos en paz!
—No, pero si no hay ningún problema.
Ya, ya sé que tiene pinta de estar loca. En su momento no lo vi.
Saco mi móvil con intención de llamar a la policía —intención sincera, pero también es cierto que esperaba que no hiciera falta.
—¿Qué vas a llamar a la policía? —me dice la tipa con calma pasmosa como si hubiera atracado cincuenta bancos.
No, a Ortega y Gasset, debí contestar.
—Sí.
—Pues a mí me da igual , yo no me voy a ir.
¡Toma ya! Si no querías caldo, pues dos tazas.
Conservar la calma con esas palabras empieza a resultar épico, no exagero. La respiración, profunda. El cuerpo, caliente. No llevaba rifle.
—Cariño, déjalo ya, le quedan dos cucharadas y nos vamos.
—¿Por qué coño me tengo que ir?
—Claro, si no pasa nada —la bruja.
—Mira, ya está. Ala, vámonos.
Y dichoso, ufano y bienaventurado, el perro nos siguió aún unos metros. Me entraron unas ganas  atroces —mi profesor de Fenomenología decía que la palabra “terrible” no la dijera nunca— de pegarle una patada al perro… Pero hubiera ido a la cárcel por maltratador de canes ufanos y saltarines, que no habían hecho daño a nadie, en un parque que es de todos y tiene cuatrocientos metros cuadrados.