El matrix y
el teatro
Espe Or
El
matrix egódoxa va al teatro y aplaude durante las escenas porque quiere y puede
—como el hombre de negro—, que para eso es el matrix egódoxa: «¿Quién me va a
decir a mí cuándo aplaudir? ¿Eh? ¡Que te caneo!».
La
situación de un actor en una obra de teatro no es baladí, sobre todo si está
empezando. Los nervios, la presión de hacerlo bien, el respeto que impone amar
una profesión… Y las primeras veces sentimos cierta inseguridad. Todos
recordamos alguna vez el primer día de trabajo, incluso el primer año. Y si uno
cambia varias veces de trabajo, de espacio, de ciudad… puede darse el caso de
que «el efecto del primer día» se perpetúe. Para cualquier actor cada día ha de
ser el mejor día. Cada día. El contexto, mi circunstancia, influye y determina.
Cuando
vomitamos un examen es similar: basta que alguien hable o juguetee
con el lápiz para que nos desconcentre.
Además
hay algo en el arte —y el teatro lo es— difícil de explicar y que es mejor
sentir: entre autor-obra-público hay una relación sensible, una conexión
sensitiva y emocional, un lazo que atrapa y une, un vínculo por descubrir. Pero
es tan sensible que necesita concentración para ser captada. Y cuando se
produce, cuando el lazo te envuelve y te rodea, ya no quiere uno desprenderse
de ese sentimiento.
Se
necesita cierto grado de empatía.
Al
teatro, como al cine, no se va a aplaudir cuando a uno le apetece porque haya
oído un chascarrillo o porque se haya emocionado con el monólogo de Medea. El
aplauso, como las notas finales, si es merecido se hace al final.
Pero
claro, cómo explicarle al matrix egódoxa que «aunque a ti te guste o sea más
cómodo para ti comer enseñándonos el galillo entremezclado con la ensalada y
los macarrones en un pulso entre convertirse en rojo o verde o marrón al
caminar hacia la entropía, los demás, tus siervos, no tenemos por qué regurgitar
tras sentir la angustia que nos provocas».
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