miércoles, 16 de julio de 2014

La amenaza del otro


La amenaza del otro
El niño cielo

Sonó el timbre a eso de las 9:15.
—Soy el del currículum.
—¿Cómo?
—Eh… ¿Es ahí donde están haciendo la obra? Es que hablé ayer por el interfono con el jefe y me dijo que podía traer el currículum aquí.
—Ah. Pues sube.
Abrí la puerta. Vi cómo bajaba el ascensor lleno de sueños y lucecitas. Oí cómo se abrían las puertas allí abajo. El hombre dio un paso para entrar en él y no pudo dejar de respirar el olor a obra. Sus ojos miraban el suelo sucio de polvo, con la madera y los cartones que tantas veces había colocado otrora. Sentía como si entrara él de verdad, como cada mañana, en la casa de un extraño en donde picar y picar hasta quedarse sordo. Pensaba que esa era otra oportunidad que Dios le daba, y le pedía que se hiciera realidad, cerrando los ojos y apretando el botón número 2. Su pecho se hinchó para soltar la última expiración, como el que va a un combate, a un torneo, a una plaza, a un campeonato en el que se lo juega todo. ¿Me va a preguntar? ¿Le explico yo antes de que me diga… «Ya te diré algo»? Al pronunciar esas palabras en su cabeza le dio un golpe de ansiedad. Soltó aire. El ascensor subía. Yo estoy dispuesto a todo, pensaba, se automotivaba.
El ascensor llegó a mi planta. Se abrieron las puertas. No le había visto nunca.
—¡Hola!
Mientras sonreía me ofrecía su currículum desnudo, en una sencilla hoja, mirándome a los ojos. Lo cogí.
—Vale, se lo doy a José en cuanto lo vea.
Apenas un segundo y su rostro mudó levemente, se entristeció; pero era una tristeza tímida, retraída, casi imperceptible. Él no imaginaba que yo sí la había captado. Tragó saliva. Me había entregado su tesoro y ¿quién era yo? ¿A quién le acababa de entregar su oportunidad? El otro, el jefe, le dijo que lo trajera aquí, pero no era yo.
—¿No está el jefe?
Ya sabía que no, yo se lo acababa de decir. Realmente quería preguntar «¿Está el jefe? ¿Puedo dárselo yo?».
—No, él no está. Yo soy el dueño del piso. Él está haciendo la obra aquí. Pero yo se lo doy en cuanto llegue. No te preocupes.
Cómo no se iba a preocupar. Yo soy un desconocido. Otro. Y me había dado su tesoro.
—Pero él me dijo que lo trajera aquí…
Era inseguridad. Creo que quería decir «¿Puedo esperarme hasta que venga?».
—Sí, es que José vive aquí, o sea, arriba, en el tercero. Supongo que sabría que se lo daríamos. Él habrá salido pero baja de vez en cuando a ver cómo va este jaleo. Tú no te preocupes que yo se lo doy.
En ese momento se asomó el albañil de mi obra a coger unas herramientas. Había escuchado la conversación; estaba trabajando en la pared contigua. Era como la llegada al saloon del sheriff, Robert Mitchum, en El Dorado. Se miraron un segundo. Se accionaron los gatillos. Ese también era el otro. Ese era el que estaba trabajando. El otro. Y para mi albañil este también era otro. El otro. Y el jefe no está.
El pianista dejó de tocar.
Desconfiaba. Veía su tesoro en la basura.
—Bueno, es que me dijo que sí le interesaba…, es que yo le dije así por encima lo que había hecho…, y… Yo puedo venir cuando sea.
Miraba su currículum en mi mano. Me hablaba a mí con la necesidad de marcharse habiendo hecho todo lo posible, a pesar de no saber dónde acabaría su tesoro.
—Cuando sea. Ahora, en agosto, septiembre. Que a mí no me importa…
Lo decía con entusiasmo.
—Mira. Yo se lo voy a transmitir igual que tú me lo has dicho. Igual.
Sonreí para darle confianza.
—¿Tienes su teléfono? —osó.
Evidentemente mi sonrisa y mis palabras no habían dado resultado. Ahora mismo solo hablar con el jefe podría devolverle a un estado de seguridad y consonancia con lo que había venido a hacer. Quería salir del piso con algo. Y no lo conseguía. Su duda crecía, pero seguía sonriendo para demostrar positividad, confianza, entereza. La desconfianza no la transmitía su cuerpo sino sus palabras. Por una vez no le traicionaban sus instintos sino la razón.
—Bueno, sí lo tengo pero no te lo puedo dar.
¡Zas! Nuevo golpe.
—Ya. Lo entiendo. No pasa nada.
Volvió a mirar su currículum en mi mano. Quería despedirse de él. Era todo lo que me dejaba. Me dejaba parte de su futuro, una esperanza, el pan de sus hijos, la luz de su casa. Yo solo podía sonreírle y atenderle.
—Gracias, eh —se despidió.

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