Una historia verdadera…
El
niño cielo y Korin Lumbago
Biblioteca Municipal, sala de
estudio, 18:00 horas, un apacible y caluroso miércoles en el que atardezco
altruista.
—Hola, buenos días.
—¿Sí?
—Mira, traigo unos libros que ya
no necesito, me están ocupando espacio y… creo que aquí van a estar mejor
aprovechados, la verdad.
—Aha. Pues, mira, si quieres
puedes dejarlos allá.
Majestuosa, se limaba unas uñas
descascarilladas y enfermas, uñas mortecinas, de cementerio.
—Ummmm. Sí… Bueno… ¿Tienes… por
ahí algún carrito?
—No.
—Un carrito de esos para llevar…
—Creo que no, ¿eh? A ver… No.
—Es que… son más de 150 libros,
¿sabes? Yo creo un carrito de esos con los que vosotros…
—No. Ahora mismo no caigo.
—…
—Si quieres puedes preguntar
abajo al bedel, a lo mejor…
Después entendí que tras esta
frase se ocultaba «Ya te he dicho que no. ¡Lárgate! ¿Por qué insistes?».
—¿Abajo?, ¿eh?
—Sí. Por donde has entrado pero a
la izquierda.
«Por donde has entrado te sales,
subes al coche y puerta», querría decir.
—Vale.
Abajo. Garita del bedel. Si uno
se asoma un poco durante la conversación puede ver cómo el tipo está sentado
subrayando lo que parecía ser el temario de unas oposiciones. Tema 4. Aunque no
acerté a ver a qué opositaba. ¡Lástima!
—Buenas.
—¿Sí?
—Es que he traído unos libros…
para donarlos aquí a… y necesitaría un carrito para bajarlos del coche y
llevarlos arriba.
Entre las cejas y las gafas,
desde la cumbre por la que le miraba yo,
asomaba una mirada como de «¿Qué coño dice este?», pero que decía:
—¿Carrito?
Y nos quedamos ambos en silencio.
Fue el mismo silencio con el que Clint Eastwood se enfrentaba en duelo a Lee
Van Cleef en El bueno, el feo y el malo.
Pero no traía el revólver. Era como si esa palabra, «carrito», le trajera
connotaciones de antaño, de un tiempo en que soñó y jugó, quizás de su infancia
tan lejana, quizás de un tiempo cercano en el que conoció algo así como un
amasijo de hierros con unas ruedas que servía maravillosamente para transportar
objetos.
—Sí.
El calor me inundaba. Me iba
poniendo cada vez más nervioso. Sentía algo así como un ardor abatible, cierto
hormigueo tenso desde el estómago, y me subía por los brazos hasta oprimirme el
cuello. Se me abrían los poros como volcanes rojos.
—Pues… creo que no, ¿eh?
Ese «¿eh?» era una Black & Decker que me taladraba la
cabeza porque yo sabía que lo que quería decir era «Pa’qué cojones trae este
ahora libros aquí».
Yo miraba hacia la calle. Veía mi
coche. Visualizaba mentalmente el maletero. Calculé en un segundo y medio que
se trataría de unos ocho o diez viajes. Sabía que el tipo no iba a dejar su cómoda
garita para ayudarme.
—Vale.
Subí de nuevo.
—El bedel dice que cree que no
hay.
—Ya te lo he dicho… Es que… no me
suena a mí que...
—Ya. ¿Entonces te los dejo allá?
O sea, en la entrada de abajo, ahí en la rinconada, no puedo ¿no? Y luego ya
vosotros… si eso…
—No, lo siento. Ahí es que no…
Queriendo decir «Tío pesao. Vete
ya y deja de dar por culo con tus libritos. ¿Te has puesto hoy precisamente a
dejar de ser “librógenes”? Déjalos allí o te los comes, pero déjame mirar el wassap que me he quedao a medias». Tenía
la elegancia de un supositorio desnudo, de un lápiz de labios barato, un pelo
cardado impostado, una camisa de un blanco agrio y una boca lánguida y vencida
como un sauce llorón. Mascaba chicle y sus palabras salían forzadas, estiradas
por la silla en la que se sentaba. En la piel de la cara aún humeaba el último
cigarrillo que se había fumado.
—Vale, venga, pues… voy a ver.
—Hum.
Minutos después de sudor,
gimnasio e indignación por las carencias de esta administración, me volví a
acercar:
—Nada, que… te dejo si quieres mis
datos por si alguien quiere…
—Si quieres.
—…
—…
—¿Tienes algún papel de
justificante o… algo?
—Espera.
—…
—A ver, mira, aquí mismo.
Era una cuartilla pequeña, tipo post it, sin encabezado para datos, sin
marca de seguimiento... En ese momento supe que mi firma iría a la hambrienta papelera
en cuanto le diera mi culo a la tipa.
—¿Pongo también mi teléfono?
—Si quieres.
La miré con la incomodidad de un
donante de esperma. La miré con la repugnancia de un mejillón crudo. La miré
vencido, trabado, hueco, anestesiado. La miré como se mira una malformación
ósea, como se mira una nevera vacía, como se mira la mente de un asesino
confeso. La miré y vi una catarata gris y seca en sus ojos quebrados.
¡Muy bueno!
ResponderEliminarJajajaja. Con tu permiso, lo fotocopiaré 10.000 veces para empapelar esa biblioteca y la garita del bedel. Pero siempre con un fin educativo: posibilitar a los usuarios de bibliotecas el acceso a buenos e interesantes textos como el tuyo. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuy buena critica al funcionariado de este país y en una biblioteca que se supone es un sitio para la cultura pues es un sitio idóneo para el contexto.
ResponderEliminarQuerido amigo, solo espero que la crítica se entienda cerrada a este caso concreto y a otros en que el lector se sienta identificado. No pretendo atacar a los funcionarios de España, que en líneas generales son excelentes, pero como suele pasar ineptos hay en todos los sitios. El problema real, a mi modo de ver, es el sistema, no la persona.
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