Otro paso
más
El niño cielo y El aprendiz
El
suelo todavía exhalaba humo. El color, gris oscuro, casi negro. Las manos de
cinco años de Adil jugueteaban con unas piedras que llenaban en su imaginación
el vacío entre los escombros.
Nunca
antes conoció tan claramente la ausencia.
Años
después —como el coronel—, antes de colocarse el cinturón, recordó aquellas piedras y lo que proyectó en ellas.
A lo
lejos apareció un hombre. Caminaba con el humo entre las gentes sin ser
percibido, como un fantasma. Llevaba las vidas de miles de hombres a sus
espaldas. Le delataba su ropa volada al
aire. Su sombra quebró el sol en la cara de Abdil; se arrodilló ante él.
—Tu
nombre es Abdil.
Abdil
miró a los ojos de ese hombre, pero no contestó ni una palabra. Le siguió hablando mientras le acariciaba el rostro, que tenía un tacto extraño, mezcla de lágrimas, sudor, mocos y arena. Sus
ojos ausentes no reaccionaron ni a su nombre.
—Se
llevaron a tus papás… Y te quedaste solo.
Esas
palabras despertaron ligeramente al niño-hombre. Pero siguió mudo mirando la
larga barba gris y los ojos que parecían comprenderle y llenarle.
—¿Sabes
quién te hizo esto?
Después
del hambre, Abdil sintió que por primera vez su alma interesaba a alguien. Esas
palabras no llegaban a su maltrecha razón sino a su corazón.
—Occidente.
El
hombre de aceite cargó al niño en sus brazos y ambos se hicieron aire con el
humo.
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