miércoles, 8 de octubre de 2014

Prohibido humanos


Prohibido humanos
Eva Tacazo

Aun a riesgo de parecer zoofóbico, vengo a quejarme de los perros. Y digo lo del riesgo porque ya escribí sobre los gatos en Café,copa y gato. Y digo lo de parecer porque no desprecio a estos animales sino que me dirijo más bien a algunos de sus amos y legisladores —uf, qué palabra tan fea: el amo de ese perro—.
La semana pasada, el mismo día, me topo con dos noticias que me sobresaltaron: la primera, un pitbull ataca a una alicantina, Antonia Galindo, mientras paseaba; la segunda, desde el 1 de octubre en Barcelona se va a permitir viajar a perros sin transportín en el metro —con sus amos, se entiende, o dueños, ¡uf, lagarto, lagarto!—.
Mi vecino del cuarto, joven, aguerrido y aventurero, tiene un perro precioso y limpio, la verdad, de medio metro de alto y un metro y medio de largo, con una boca grande y dientes el triple que los míos, y uñas capaces de vaciar un ojo, o dos. Pero mi vecino del cuarto, animoso, indolente y masculino no ata nunca a su perro, ni paseando ni en el ascensor. Y, claro, a ver quién le dice algo a su vecino, te puedes pasar toda la vida jodido. Además tiene un perro desatado, no lo olvidéis. Yo lo veo y, mientras aprieto mi culo contra el espejo de ascensor, no dejo de pensar que puede desenfundarlo contra mí, que puede dispararlo. Me siento como en el Oeste: él es Robert Mitchum, yo el cobarde que se aparta de la calle central cuando se monta el jaleo. Sí. Subo el ascensor acojonado, todo sea dicho. No puedo dejar de pensar en sus uñas y en sus dientes. Incluso pienso en sus babas —me pongo algo escatológico, quizá para liberar la tensión—, mientras mi vecino del cuarto «me clava su mirada —en mi pupila» marrón—, me da conversación y se desliza por la frente una gota de sudor cuando simulo que lo escucho.
Mi vecino del cuarto, perito, vivales y caprichoso, me dice en el ascensor un día lluvioso y tormentoso, que está esperando a que pase la borrasca para poder bajar a su perro a pasear, porque el can lo necesita. Son ya las diez de la noche. No ha cenado.
Alguno pensará que exagero, pero no es eso sino un trauma de mi niñez. Rondaba yo los 6 años, vivía en un chaletito sin pretensiones y tenía un vecino con un doberman clásico al que bautizaron Cris. Mi vecino tenía un chaletito con pretensiones y una familia encantadora. Cierto día, jugando en su encantadora pinada con amiguitos, durante el idilio, el perro enloqueció y atacó a uno de los niños —omito sucesos—. El can hubo de ser sacrificado. Fue todo un detalle de la familia. Dijeron que, según veterinario y diagnóstico, había enloquecido de repente.
No me considero zoófobo ni conservador. Pero ser progresista tampoco debería ser subir cinco escalones de golpe. Eso es ser imprudente. Lo próximo qué va a ser, ¿que puedan entrar a tiendas públicas también, y dejar por las prendas de ropa sus pelos, sus pulgas, sus babas, sus heces? Uno no va todo el día pensando en ello pero resulta que los perros cagan y mean. Lo hacen en el suelo o en un parque. Y se puede hacer mientras el propietario bien educado e íntegro lleve sus bolsitas o botella de agua —no todos lo hacen—. Ahora bien, explíqueme alguien científicamente cómo va a evitar que los perros no defequen o manchen o empulguen el metro, donde yo transito, piso o rozo.
La patrona de uno de estos tusos, altiva, señorona y egódoxa, decía que  es muy raro que marquen el territorio porque no se encuentran cómodos. Si eso es un argumento venga Dios y lo lea.
La ley señala que el animal lleve bozal y correa de 50 centímetros —me refiero al perro—. La boca no la abrirá, pero todos los que hemos subido en metro sabemos cómo se pone a ciertas horas. Nunca he sentido 50 centímetros de distancia entre un pasajero y yo. He visto a algunos subir y disfrutar de esa cercanía y calor. ¿Qué creéis que va a pasar si le piso por error la cola igual que he pisado a un señor su pie? ¿Acaso el can va a comprender mi desliz, como si le pasara cada día? «Mecachis, otra vez me han pisao», «Disculpe, señor perro, no fue mi intención», sonrisa y pa’lante. Aunque todo es posible. Esta tarde deambulaba por mi barrio con mi carricoche y mi niña de 4 meses, mientras pensaba en cómo una cámara recoge una imagen y luego la puede enviar a un ordenador. Paro en un semáforo, cerca de mi farmacia habitual. Una señora con su perro se detiene y mira a mi niña. Le llama la atención —cosa habitual con todos los bebés— y le dice al perro: «¿Has visto qué niña tan bonita?». Juro ante lo más sagrado que no es un chiste.
Y ahí lo dejo porque si lo tengo que explicar me da un paroxismo —que no sé qué es pero suena fatal—.
¿Y lo siguiente? ¿Después de las tiendas, serán los restaurantes? ¿Acaso voy a tener que comer con uno de estos al lado, del que desconozco si ha pasado su ITV reglamentaria o si bebe para olvidar o si le va a dar un brote psicótico porque no entiende qué hace un humano desconocido comiendo a su lado? ¡Nos preocupamos por la higiene de un local, porque el aire no esté magreado de humo de tabaco y un perro puede acariciar mi pierna veraniega desnuda e insinuársele! Yo creo que si no todos los humanos somos limpios tampoco todos los perros de humanos van a ir limpios. ¿O sí?
Por último, montamos pollos tremendos porque no queremos que traigan a un enfermo de ébola a casa y al mismo tiempo los montamos porque quieren matar al perro de la enfermera contagiada. ¿Cómo es esto posible? Lo humano y lo animal han invertido los papeles.
Que no se me olvide. Yo tuve perro 13 años. Murió. Lo quise mucho. Pero no pasa nada por comprender otro punto de vista.
Y conste que me duele que un propietario del animal no pueda ahorrar tiempo y espacio. Pero si esto se llena de perritos y perrazos puede que yo no pueda salir con mi niña en metro ni ahorrar tiempo y espacio.
Incluso puede que las prioridades hayan cambiado y yo sea un anacrónico e insensible.
La humanización de los animales —solo el nombre ya es una paradoja—.

2 comentarios:

  1. Este es un tema que da para mucho, mucho, ......... mucho. El otro día pillé a un "considerado" ciudadano con perro y bolsitas recogecacas permitiendo a su can orinar en la esquina de mi casa. Después de una breve charla sobre educación y modales, no se tragó a su chucho sin masticar porque mi hija me pidió por favor que lo dejara.
    Tendremos que acabar por llevar con correa y bozal a los/las tipejos/as a los que se les ha ocurrido semejante idea. Los animales son animales, diantres. Me niego a viajar en metro con un perro, o con un gato, o con una iguana. No quiero cenar en el bar con un perro o con un cocodrilo del Nilo. Ni probarme unos pantalones con un gato o un bisonte observando por debajo de la cortina del probador. Faltaría más. Y, a esos presuntos defensores del mundo animal, que les den.
    Estamos llegando a un sinsentido descomunal. Y eso que los animales me gustan.
    Para tu vecino te recomiendo una malvada venganza. Hazte con unas garrapatas, mételas en un bote y baja con él en el ascensor. A medio camino (entre el 2º y el 3º, por ejemplo) abre el bote y dile que las pobres no pueden pasar tanto tiempo encerradas y que tienes que soltarlas ya (pobrecillas). Y que no se preocupe, están amaestradas y vuelven solas al oír tu armoniosa voz.
    Saludos.

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  2. Joer, Javier, esa idea mola, me la apunto; pero tú y yo sabemos que no lo haríamos nunca, seríamos como ellos

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