Prohibido humanos
Eva Tacazo
Aun
a riesgo de parecer zoofóbico, vengo a quejarme de los perros. Y digo lo del
riesgo porque ya escribí sobre los gatos en Café,copa y gato. Y digo lo de parecer porque no desprecio a estos animales sino
que me dirijo más bien a algunos de sus amos y legisladores —uf, qué palabra
tan fea: el amo de ese perro—.
La
semana pasada, el mismo día, me topo con dos noticias que me sobresaltaron: la
primera, un pitbull ataca a una alicantina, Antonia Galindo, mientras paseaba;
la segunda, desde el 1 de octubre en Barcelona se va a permitir viajar a perros
sin transportín en el metro —con sus amos, se entiende, o dueños, ¡uf, lagarto,
lagarto!—.
Mi
vecino del cuarto, joven, aguerrido y aventurero, tiene un perro precioso y
limpio, la verdad, de medio metro de alto y un metro y medio de largo, con una
boca grande y dientes el triple que los míos, y uñas capaces de vaciar un ojo,
o dos. Pero mi vecino del cuarto, animoso, indolente y masculino no ata nunca a
su perro, ni paseando ni en el ascensor. Y, claro, a ver quién le dice algo a
su vecino, te puedes pasar toda la vida jodido. Además tiene un perro desatado,
no lo olvidéis. Yo lo veo y, mientras aprieto mi culo contra el espejo de
ascensor, no dejo de pensar que puede desenfundarlo contra mí, que puede
dispararlo. Me siento como en el Oeste: él es Robert Mitchum, yo el cobarde que
se aparta de la calle central cuando se monta el jaleo. Sí. Subo el ascensor
acojonado, todo sea dicho. No puedo dejar de pensar en sus uñas y en sus dientes.
Incluso pienso en sus babas —me pongo algo escatológico, quizá para liberar la
tensión—, mientras mi vecino del cuarto «me clava su mirada —en mi pupila»
marrón—, me da conversación y se desliza por la frente una gota de sudor cuando
simulo que lo escucho.
Mi
vecino del cuarto, perito, vivales y caprichoso, me dice en el ascensor un día
lluvioso y tormentoso, que está esperando a que pase la borrasca para poder
bajar a su perro a pasear, porque el can lo necesita. Son ya las diez de la
noche. No ha cenado.
Alguno
pensará que exagero, pero no es eso sino un trauma de mi niñez. Rondaba yo los
6 años, vivía en un chaletito sin pretensiones y tenía un vecino con un
doberman clásico al que bautizaron Cris. Mi vecino tenía un chaletito con
pretensiones y una familia encantadora. Cierto día, jugando en su encantadora pinada
con amiguitos, durante el idilio, el perro enloqueció y atacó a uno de los
niños —omito sucesos—. El can hubo de ser sacrificado. Fue todo un detalle de
la familia. Dijeron que, según veterinario y diagnóstico, había enloquecido de
repente.
No
me considero zoófobo ni conservador. Pero ser progresista tampoco debería ser
subir cinco escalones de golpe. Eso es ser imprudente. Lo próximo qué va a ser,
¿que puedan entrar a tiendas públicas también, y dejar por las prendas de ropa
sus pelos, sus pulgas, sus babas, sus heces? Uno no va todo el día pensando en
ello pero resulta que los perros cagan y mean. Lo hacen en el suelo o en un
parque. Y se puede hacer mientras el propietario bien educado e íntegro lleve
sus bolsitas o botella de agua —no todos lo hacen—. Ahora bien, explíqueme
alguien científicamente cómo va a evitar que los perros no defequen o manchen o
empulguen el metro, donde yo transito, piso o rozo.
La
patrona de uno de estos tusos, altiva, señorona y egódoxa, decía que es muy raro que marquen el territorio porque
no se encuentran cómodos. Si eso es un argumento venga Dios y lo lea.
La
ley señala que el animal lleve bozal y correa de 50 centímetros —me refiero al
perro—. La boca no la abrirá, pero todos los que hemos subido en metro sabemos
cómo se pone a ciertas horas. Nunca he sentido 50 centímetros de distancia
entre un pasajero y yo. He visto a algunos subir y disfrutar de esa cercanía y
calor. ¿Qué creéis que va a pasar si le piso por error la cola igual que he
pisado a un señor su pie? ¿Acaso el can va a comprender mi desliz, como si le
pasara cada día? «Mecachis, otra vez me han pisao», «Disculpe, señor perro, no
fue mi intención», sonrisa y pa’lante. Aunque todo es posible. Esta tarde
deambulaba por mi barrio con mi carricoche y mi niña de 4 meses, mientras
pensaba en cómo una cámara recoge una imagen y luego la puede enviar a un
ordenador. Paro en un semáforo, cerca de mi farmacia habitual. Una señora con
su perro se detiene y mira a mi niña. Le llama la atención —cosa habitual con
todos los bebés— y le dice al perro: «¿Has visto qué niña tan bonita?». Juro
ante lo más sagrado que no es un chiste.
Y ahí
lo dejo porque si lo tengo que explicar me da un paroxismo —que no sé qué es
pero suena fatal—.
¿Y
lo siguiente? ¿Después de las tiendas, serán los restaurantes? ¿Acaso voy a
tener que comer con uno de estos al lado, del que desconozco si ha pasado su
ITV reglamentaria o si bebe para olvidar o si le va a dar un brote psicótico
porque no entiende qué hace un humano desconocido comiendo a su lado? ¡Nos
preocupamos por la higiene de un local, porque el aire no esté magreado de humo
de tabaco y un perro puede acariciar mi pierna veraniega desnuda e
insinuársele! Yo creo que si no todos los humanos somos limpios tampoco todos
los perros de humanos van a ir limpios. ¿O sí?
Por
último, montamos pollos tremendos porque no queremos que traigan a un enfermo
de ébola a casa y al mismo tiempo los montamos porque quieren matar al perro de
la enfermera contagiada. ¿Cómo es esto posible? Lo humano y lo animal han
invertido los papeles.
Que
no se me olvide. Yo tuve perro 13 años. Murió. Lo quise mucho. Pero no pasa
nada por comprender otro punto de vista.
Y
conste que me duele que un propietario del animal no pueda ahorrar tiempo y
espacio. Pero si esto se llena de perritos y perrazos puede que yo no pueda
salir con mi niña en metro ni ahorrar tiempo y espacio.
Incluso
puede que las prioridades hayan cambiado y yo sea un anacrónico e insensible.
La
humanización de los animales —solo el nombre ya es una paradoja—.
Este es un tema que da para mucho, mucho, ......... mucho. El otro día pillé a un "considerado" ciudadano con perro y bolsitas recogecacas permitiendo a su can orinar en la esquina de mi casa. Después de una breve charla sobre educación y modales, no se tragó a su chucho sin masticar porque mi hija me pidió por favor que lo dejara.
ResponderEliminarTendremos que acabar por llevar con correa y bozal a los/las tipejos/as a los que se les ha ocurrido semejante idea. Los animales son animales, diantres. Me niego a viajar en metro con un perro, o con un gato, o con una iguana. No quiero cenar en el bar con un perro o con un cocodrilo del Nilo. Ni probarme unos pantalones con un gato o un bisonte observando por debajo de la cortina del probador. Faltaría más. Y, a esos presuntos defensores del mundo animal, que les den.
Estamos llegando a un sinsentido descomunal. Y eso que los animales me gustan.
Para tu vecino te recomiendo una malvada venganza. Hazte con unas garrapatas, mételas en un bote y baja con él en el ascensor. A medio camino (entre el 2º y el 3º, por ejemplo) abre el bote y dile que las pobres no pueden pasar tanto tiempo encerradas y que tienes que soltarlas ya (pobrecillas). Y que no se preocupe, están amaestradas y vuelven solas al oír tu armoniosa voz.
Saludos.
Joer, Javier, esa idea mola, me la apunto; pero tú y yo sabemos que no lo haríamos nunca, seríamos como ellos
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