Vergüenza
El niño cielo
Suelo
comprar fruta y verdura en Ca Jaime, al lado de mi casa, cruzando dos pasos de
peatones. Pero Jaime abre a las cinco y media y yo volvía hoy a mi casa a las
cinco, así que decido entrar en la frutería de Paco. Paco no es español, es
indio, pero no sé su nombre así que si un domingo necesito patatas o fruta le
digo a mi parienta que voy a Ca Paco.
Sí,
Paco abre los domingos por la mañana. Y sábados por la tarde.
Cojo
mis patatas, cebollas, almendras y voy para la caja.
—¿Ya? —me dice Paco con su castellano de aprendiz.
—Ya.
Entonces,
mientras empieza a sacar mi cuenta, entra una joven de unos 28 años, muy
maquillada ella —quiero decir que se ve que le ha dedicado tiempo a la cara,
probablemente porque trabajará cara al público, y me parece muy bien que uno
dedique tiempo a lo que es necesario—, e interrumpe mi turno y a Paco, muy
educada ella también.
—Mira,
de esas naranjas de ahí…, esas…, me pones 4 kilos…, y vengo luego, ¿vale?
Yo
la miraba febril, recordando esas colas del Banco Fulanito tras las que llegaba
mi turno al fin —¡yuhu!—, y una vez sentado se acercaban cinco o seis personas
a darle un número de traslado de cuenta o una tarjeta de vencida o unas copias
de hipoteca o unas tarjetas black al asesor que me atendía… Todo ello absorbía
unos diez minutos de mi tiempo de conversación bursátil entre una cosa y otra,
conversación que había que retomar y reemprender una y otra vez, como en un
atasco. Todo muy profesional, como la sanidad.
Febril
seguí escuchando, porque la joven seguía profundizando cual Schopenhauer en su disertación.
—Lo
que pasa es que… las… ramitas…, esas ramitas —refiriéndose picajosa al tallito
tan bonito e irregular que les queda a las naranjas al ser cortadas—, les
quitas las ramitas, ¿vale? Es que… si no… las tenemos que quitar nosotros.
Pasé
de febril a invisible. Duelo al sol.
Todo
ello se lo dijo con un tono de corderito cuchufleto de ligue caprichoso de
sábado noche, con el que debía de acostumbrar a camelarse al respetable de
cualquier sarao.
Los
ojos de Paco me miraron un segundo y cambiaron a azules, luego a rojos, luego a
amarillos… Ella no lo vio porque a ella no le interesan esas cosas de
altruismos y empatías tanto como las fotos de su insta. Yo sí los vi, fotograma a fotograma. Pude sentir por un
segundo su vergüenza. Sonrió amable, vencido, sabía que estaba detrás de un
mostrador, al servicio de una clienta habitual —porque le hacía un encargo para
recoger luego, deduzco—, y no estamos para echar clientes.
—Es
que es eso, si no los tenemos que estar quitando nosotros.
Volvió
a la carga y dio otra coz como si con una vez no hubiera sido suficiente.
El
bueno de Paco bromeó con su castellano de aprendiz. Y aceptó.
Se
fue el maquillaje. Yo no llevaba rifle en ese momento para lanzar un tiro de
alivio que me evitara el bochorno. Paco me cobró:
—4,20.
—La
gente tiene mucha cara —le solté, para mostrar mi compasión por el abuso y la indignación.
—No
sé… Ella tiene panadería aquí, en esquina… Son tres chicas por de mañana y son
tres chicas por tarde. Yo pienso jefe contento si tú trabajas… Pero…Yo… Yo digo
gente dice que en España no hay trabajo. Yo veo trabajo pero no veo…, mmm…
—¿Ganas?
—Sí,
ganas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario