Cuentos de
hospital
La niña lluvia
Sala
de espera. De esas tan cálidas. No corre el aire. No corre el tiempo. No hay
anestesista.
—…
—¡Pos
yo siempre pregunto todo! ¡Todo…! Y ya está.
—No,
si yo no digo nada, pero es que cualquiera se puede equivocar.
—Yo
no. Porque para eso me estoy yo aquí. Y lo primero pregunto. Pregunto siempre.
¡Que es lo que hay que hacer! A la ventanilla, a este, al otro…
—Ya,
bueno, y yo me he equivocado y no pasa nada.
—Bueno,
yo lo dejo claro: que yo siempre siempre pregunto. Y ya está. Porque yo tengo
mis cosas. Y no digo lo que es…
—Como
todos.
—Ya
pero yo no lo digo. Y me preocupo por preguntar y estar aquí. Siempre que vengo
yo estoy aquí… (Pasos de bata.) ¡Oye,
doctor, espera…! Mira yo…
—Sí,
pero ya le he dicho antes, señora, que aún no puede ser. Espérese y ahora lo
pregunto.
—¡Bueno…!
—…
—No,
es que así no puede ser… Y yo no digo a nadie lo que tengo, pero…
—¿Otra
vez, señora? ¡Ya está bien!
—¿Cómo
que ya está bien? Ya le he dicho a esta que yo pregunto porque es así, hay que
preguntar porque en la ventanilla no te dicen las cosas o las dicen mal. Y yo
no puedo estar así.
—Si
es que está usted molestando todo el rato y retrasando a los médicos.
—Y a
nosotros.
—Señora,
que yo también estoy para una ecografía y tengo prisa.
—No
os metáis conmigo, que ya está bien. Yo hago lo que yo tengo, ¿eh? Y no digo lo
que es porque no lo digo.
—A
lo mejor yo estoy peor que usted.
—Mira,
la otra… ¡cállate ya, pesada, que eres una pesada!
—Oiga,
señora, dice usted no se metan con usted y acaba de insultar a esta señora. ¡Cálmese!
—¿Tú
también? Vamos, hombre, todos en contra mía… ¡Ay!
—Es
usted la que insulta así que no se queje ni pida respeto a los demás.
—Ya
veo, ya. Todos. Todos… Pero ¡no ves que se meten conmigo! ¡Eso no lo ves!
—Veo
muy bien.
—Chssss.
A ver. Pensemos todos dónde estamos y nos callamos todos, ya está, ¿vale?
—Nosotros
le estamos hablando con respeto… A ver si tampoco podemos hablar.
—(Chssss,
si ya… Pero…)
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Ascensor.
Baja de la 8. Estamos en la 0. Queremos subir. Puertas. Señor desesperado, con
gafas gordas y desesperadas, y una hija más desesperada con él. El contacto.
Los inquilinos eternos del ascensor tratan de salir pero el señor trata de
entrar porque sabe que el ascensor va a zarpar sin él, es más, sabe que el ascensor
va a zarpar sin nadie. El ascensor de hospital, esa huidiza, agresiva,
inhóspita y abatible superficie de existenciales conversaciones teológicas.
—Papá,
deja que salgan primero.
—¿Eh?
—A
ver, déjenme ponerme delante que quedo yo por salir y voy a la -1 ya.
Ascensor
a -1. Puertas.
—¡Ale!
Hasta luego. Miren todos los botones no sea que con el trajín no se hayan
pulsado todos.
—¡Vete
ya, cojones!
—¡Papá!
—Yo
solo intentaba ayudar.
—¡Pos
te hubieras bajao andando, coño, que tú eres joven. Ahora tenemos que jodernos
todos!
—¡Papá!
—¡Anda
ya!
Ascensor
a 4. Puertas.
—¡Anda
tira! Y a ver si te muerdes la boca.
—Nena,
cariño, unos hablan de más y otros como esta ni hablan.
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Cafetería
del hospital. 10:30 de la mañana. Cola para almuerzo. En mitad de la sala una
barrera traslúcida separa al personal de los visitantes, para preservar la paz
médicosenfermeros VS familiaresdepacientes. Señor y señora de unos 65 años y entrados en
carnes, grasas y excesos.
—2
cervezas, 2 coca colas, una de cheetos, una de cortezas, una de onduladas y un
cruasán de chocolate.
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Hospital,
en su totalidad, constantemente, todo lleno, en puertas y esquinas: «Por favor,
cierren las puertas».
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